"Y dará a luz un hijo, y llamarás su nombre JESÚS, porque él salvará a su pueblo de sus pecados" (Mateo 1:21).

 El evangelio de Jesucristo es, sin lugar a dudas, un mensaje de esperanza.  De hecho, es el único mensaje de esperanza para los descendientes de Adán, porque explica como Dios el Creador y Juez de los hombres se ha hecho, también, su Salvador.  Pero, ¿cuál es la esperanza que el evangelio le brinda al hombre pecador?  Hay muchos malentendidos en este respecto.  Para contestar esta pregunta, haremos otra:  ¿Qué es lo que le quita al hombre toda esperanza en cuanto al porvenir?

 Se puede contestar esta última pregunta con una sola palabra
-la injusticia.  La injusticia es lo que nos quita la esperanza; y es de la injusticia que tenemos que ser salvos.  Sin embargo, hay que definir bíblicamente de qué clase de injusticia Dios nos salva.  Hoy en día, sobre todo en los países donde que hay mucha pobreza, se hace énfasis en la injusticia social como el "Gran Ladrón" de la esperanza.  Dicen algunos teólogos, proponentes de la teología de la liberación, que "el enemigo más grande de la humanidad es la injusticia en la esfera política, económica y social; de ahí nacen un sinfín de males sociales, tales como la droga, la prostitución, el robo, etc., etc.  Si cambiamos los sistemas que son injustos, el mundo se convertirá en un paraíso, en el cual reinará la justicia".

 Ahora bien, es cierto que la Biblia reconoce la existencia de la injusticia social.  Hay personas que sufren como víctimas de las injusticias que otros han cometido contra ellos: niños abusados, mujeres maltratadas y esclavizadas por los hombres, personas de la raza negra que sufren como víctimas del racismo.  La Biblia reconoce estas injusticias sociales y, además, Dios se proclama en la Biblia como Defensor de las personas indefensas que son víctimas de la injusticia social.  Pero la clase de injusticia más grave que amenaza al hombre, quitándole toda esperanza de un futuro felíz, no es la injusticia social.  

 Es la injusticia que mora en el corazón de cada ser humano, la injusticia con la que nacemos todos, llevándola en lo más profundo de nuestro ser desde el vientre, a saber, la injusticia personal del pecado.  Por haber nacido como hijos de Adán, nacemos con una naturaleza inmunda que es la fuente de todos los actos injustos que los hombres cometen en este mundo. Además de tener un corazón impuro, nacemos culpables del primer pecado de Adán (ya que el actuó como nuestro representante en el huerto de Edén) y alejados de la justicia de Dios.  Así pues, aun antes de aprender las costumbres malas y los hábitos perversos de las personas mayores en nuestro derredor, somos por naturaleza "hijos de ira".  Por eso, el rey Davíd confesó que su pecado de adulterio con Betsabé había manado de un corazón inmundo desde el momento de su concepción:  "He aquí, en maldad he sido formado, y en pecado me concibió mi madre"(Salmos 51:5).

 Por lo tanto, la injusticia personal del pecado es el verdadero Ladrón de la esperanza, porque nos conduce a la muerte eterna: "la paga del pecado es la muerte".  Esto es muchísimo peor que la injusticia social, que sólo afecta nuestra vida en este mundo.

 Ahora vemos la razón por la que el evangelio de Cristo le brinda al hombre pecador la única esperanza verdadera, porque el evangelio revela la solución divina al problema del pecado.  El evangelio anuncia las buenas nuevas de cómo Dios el Padre ha amado tanto a los hombres, a pesar de sus pecados, que ha enviado a su Hijo a este mundo como el Salvador de los pecadores.  Fijaos bien; Cristo no nos salva solamente de las injusticias que se han cometido contra nosotros, como víctimas de la injusticia social;  ¡nos salva de la injusticia que mora en nosotros... en nuestros corazones!

 En la próxima meditación veremos en más detalle cómo Cristo salva a su pueblo (es decir, a los verdaderos creyentes) de sus pecados.

Escribió: Martín Rizley,
España