Página Introductoria

Escrito por Benjamín Cox, Predicador del Evangelio de Cristo.
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Publicado Con el Fin de Aclarar la Verdad Ante Quienes se Equivocan Pensando Que Hay Disensión Entre los Principios Fundamentales. 
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Mateo 10:27,28 "Lo que os digo en la oscuridad, decidlo a plena luz; y lo que oís al oido, proclamadlo desde las azoteas.  Y no temáis a los que matan el cuerpo, mas no pueden matar el alma; temed más bien a aquel que puede destruir alma y cuerpo en el infierno."
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Impreso en Londres en el año 1646 
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  Una Más Completa Declaración de la Fe y Convicción de Creyentes Bautizados: "...Estad siempre preparados", dice el apóstol Pedro, "para presentar defensa con mansedumbre y reverencia ante todo el que os demande razón de la esperanza que hay en vosotros" (1 Pedro 3:15).  Es, pues, nuestro deber el ofrecer, con mansedumbre y amor, una respuesta a aquellas personas piadosas que deseen estar plenamente informadas de cuál sea nuestro entendimiento sobre la religión y los caminos de Dios.  A esos que han expresado su deseo de ser así informados, presento esta respuesta.  En un libro recién publicado, intitulado "Una Confesión de Fe de Siete Congregaciones o Iglesias de Cristo en Londres", etc., se halla -en 52 artículos- una clara y sincera expresión de nuestro propio entendimiento acerca de las cosas allí contenidas.  Y si nuestro juicio sobre algunos de los puntos en particular, en los cuales algunos piensan que disentimos de otros hermanos, no parece ser lo suficientemente claro, confío que los mismos queden más claros en el Apéndice que a continuación ofrezco. 

I.  Creemos que el castigo que corresponde a Adán por su primera rebelión y a todos los hombres por su estado de pecado en Adán, y por todos sus pecados contra la ley no se limita a que la persona vaya a estar postrada eternamente, sin vida ni sentidos, en el polvo, o tumba.  De ser así, el castigo al hombre pecador no sería distinto al de la bestia bruta que jamás pecó.

El castigo, pues, que al hombre corresponde fue, y es,  "ira e indignación, tribulación y angustia", y eso, por la eternidad.  Consecuentemente, la redención de la maldición de la ley, la cual tenemos en Cristo, es una redención de la miseria y el tormento eterno, cosa que aprendemos de los siguientes textos bíblicos en conjunto, a saber, Romanos 2:8,9; Judas 7; Gálatas 3:13 y Hebreos 9:12

II. Creemos que la eternidad del castigo sobre los vasos de ira es una eternidad absoluta, sin fin alguno; de igual manera creemos que la vida de los santos es eterna, según Mateo 25:46.  Alzamos, pues, esta verdad contra aquellos que afirman que todos los seres humanos, a fin de cuenta, llegarán a ser salvos. 

III. A pesar de que todo el poder con que la criatura actúa procede de Dios -y hay esa providencia de Dios para con toda criatura y cada acción de ellos- afirmamos que la corrupción es, en efecto, de la criatura, así como la pecaminosidad de sus acciones, y no de Dios.  Igualmente afirmamos que es un gran pecado atribuirle a Dios la autoría del pecado, a saber: Eclesiastés 7:29; Habacuc 1:13; Santiago 1:13-15; 1 Corintios 14:33 y 1 Juan 2:16.  En cuanto a ese texto usado como objeción contra nosotros, a saber, Amós 3:6, que dice:  "¿Caerá sobre una ciudad el infortunio sin que Jehová lo haya causado?", afirmamos que estas palabras significan, "Caerá el infortunio sobre una ciudad sin que Jehová obre" o, que han de entenderse en relación al mal del castigo en sí, no del mal del pecado. 

IV. Enseñamos que sólo creen, o pueden llegar a creer en Jesucristo, aquellos en quienes el Espíritu de Dios -en poder y gracia- obra ese creer; que ese creer es dado, y será dado, a los elegidos -y sólo a ellos- en el tiempo designado por Dios para dicho llamado eficaz, a saber: Juan 6:64,65; Filipenses 1:29; Jeremías 31:33,34; Ezequiel 36:26; Romanos 8:29,30; Juan 10:26.  Afirmamos, pues, esta verdad ante aquellos que insisten en el libre albedrío y la habilidad y suficiencia del hombre como para creer por sí solo y que niegan la elección. 

V. Afirmamos que, así como Jesucristo nunca se propuso dar remisión de pecados y vida eterna sino sólo a sus ovejas (Juan 10:15; 17:2; Efesios 5:25-27; Apocalípsis 5:9), son éstas, pues, las únicas cuyos pecados son lavados en la sangre de Cristo. Los vasos de ira, no siendo de las ovejas de Cristo, no llegan a creer en él ni es rociada sobre ellos la sangre de Cristo; tampoco llegan a participar de él.  Por lo tanto, todos sus pecados permanecen sobre ellos y, bajo ninguna circunstancia son salvados por Cristo de ninguno de éstos sino que permanecen eternamente bajo el intolerable peso de los mismos.  Esta verdad se nos manifiesta a la luz de las siguientes Escrituras consideradas en conjunto, a saber: Hebreos 12:24; 1 Pedro 1:2; Hebreos 3:14; Mateo 7:23; Efesios 5:6; 1 Timoteo 1:9; Juan 8:24

VI. Aunque algunos de nuestros contrarios aseguran que por medio de esta doctrina no damos lugar a que el evangelio sea predicado a los pecadores a fin de que se conviertan, nosotros, a través de la bondad de Dios, conocemos y predicamos a los pecadores este precioso evangelio, a saber,  "Porque de tal manera amó Dios al mundo (es decir, ha sido tan amoroso hacia la humanidad) que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que cree en él, no perezca sino que tenga vida eterna" (Juan 3:16); también, "esta palabra fiel y digna de toda aceptación, que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores," (1 Timoteo 1:15), a saber, todo pecador -no importa cuán vil y grande su pecado- que ya cree y que habrá de creer en él para la vida eterna (1 Timoteo 1:16). Predicamos, también, que "de éste (Cristo) dan testimonio todos los profetas, que todo el que cree en él, recibirá perdón de pecados por su nombre" (Hechos 10:43).   Es ésta, pues, "la palabra del evangelio" (Hechos 15:7);  el evangelio que Cristo y sus apóstoles predicaron, el que nosotros hemos recibido y por el cual hemos sido convertidos a Cristo.   Además, tenemos en cuenta lo que Pablo dijo en Gálatas 1:9, a saber,  "Si alguno os predica diferente evangelio del que habéis recibido, sea anatema." 

VII.  Aunque confesamos que ningún hombre puede llegar a creer por su propia voluntad (Juan 1:13),  sabemos y afirmamos que el Espíritu de Dios no obliga al humano a creer en contra de su propia voluntad sino que, poderosa y dulcemente, crea en el mismo un corazón nuevo, disponiendo así que crea y obedezca con toda su voluntad (Ezequiel 36:26,27; Salmo 110:3).   De esa manera, "Dios obra en nosotros el querer como el hacer por su buena voluntad" (Filipenses 2:13).

VIII.  Aunque nuestras propias obras en la vida sean vanas, irregulares y no aceptables a Dios (siendo Jesucristo nuestra vida, quien nos es dado libremente por Dios), creemos y sabemos que, habiendo sido hechos partícipes de Jesucristo, producimos, produciremos y es nuestro deber producir -a través de él y andando en él- el fruto de las buenas obras, sirviendo a Dios (con verdadera obediencia, amor y gratitud a él) en santidad y justicia, siendo nosotros "hechura suya, creados en Cristo Jesús para buenas obras, las cuales Dios preparó de antemano para que anduviésemos en ellas" (Efesios 2:10;
Lucas 1:74,75
).

IX.  A pesar de que nosotros que estamos en Cristo no estamos bajo la ley, sino bajo la gracia (Romanos 6:14), sabemos, sin embargo, que no estamos sin ley ni somos libres para vivir sin regla -"no estando sin ley a Dios, sino dentro de la ley de Cristo" (1 Corintios 9:21).   El evangelio de Cristo es una ley, una regla imperante sobre nosotros; por lo tanto, y en obediencia a esa regla, somos instruídos a "vivir en este siglo sobria, justa y piadosamente" (Tito 2:11,12).   Las instrucciones de Cristo nos guían, a través de su palabra evangélica, a vivir de acuerdo a la sana enseñanza que es según el glorioso evangelio del Dios bendito..." (1 Timoteo 1:10,11).

X.  A pesar de que ahora no se nos envía a la ley -según ésta
procedió de la mano de Moisés- para ser regidos por ella, Cristo nos instruye y ordena -en su evangelio- a vivir en la misma senda justa y santa que Dios ordenó, a través de Moisés, a los israelitas a seguir, siendo aún comunicados a nosotros por Cristo todos los mandamientos de la segunda tabla, así como los mandamientos de la primera tabla (en lo que a su espíritu y significado respecta) resumidos de la siguiente forma, "Amarás al Señor tu Dios de todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente" (Mateo 22:37-40; Romanos 13:8-10).

XI.  A pesar de que ningún pecado se le imputa a los que en Cristo creen y que ningún pecado, total o finalmente, reinará en o sobre ellos, en los tales aún ocurre que "la carne codicia contra el espíritu" (Gálatas 5:17).  Además, "en muchas cosas ofendemos todos" (Santiago 3:2):  palabras del apóstol que se refieren a las ofensas entre hermanos.   Por tanto, "no hay, sobre la tierra, hombre justo, que haga el bien y nunca peque" (Eclesiastés 7:20), por lo que "si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos y la verdad no está en nosotros" (1 Juan 1:8).

XII.  Aunque no existe condenación alguna para los que están en Cristo Jesús, eficazmente se les instruye, sin embargo, a que se avergüencen de sus pecados (Romanos 6:21) y se arrepientan de ellos de tal manera que sea según Dios (2 Corintios 7:9,10,11).   Es más, se les amonesta a "sentir asco" por su pecado (Ezequiel 36:31), porque su pecado es cosa maligna y sucia, siendo su misma naturaleza una provocación y deshonra a Dios.   Es, también, desobediencia contra Dios: cosa que Dios mismo asegura aborrecer y abominar; por lo que sólo la sangre de Cristo puede limpiarnos de nuestro pecado y reconciliarnos para con Dios a quien, en nuestro pecado, hemos ofendido.   Por tanto, los santos se duelen, y han de dolerse, examinándose a si mismos, pues han pecado contra su glorioso y santo Dios, misericordioso y amante Padre (1 Corintios 11:31).

XIII.  Aunque nada está escondido de los ojos de Dios y, aunque él no imputa iniquidad a creyente alguno, hemos de confesar nuestros pecados a Dios y rogarle que nos trate de acuerdo a su promesa, a saber, que dispense gracia y misericordia sobre nosotros a pesar de haber pecado contra él de tal manera que no se aire contra nostros, ni nos reprenda, ni deje de hacernos bien debido a nuestro pecado (Isaías 54:9; Hebreos 8:12; Daniel 9:18,19,20; Salmos 32:5, 25:7; Ezequiel 36:37 y Santiago 5:1).   Así, y de acuerdo a las directrices de Cristo, oramos a Dios que perdone nuestro pecado (Lucas 11:4), nunca olvidando que él es nuestro Padre (Lucas 11:2) y nosotros sus hijos y, como tales, en nada faltos de su justificación, libres de su ira y lavados de todo nuestro pecado en la sangre de Cristo.  En tal confesión y petición mostramos obediencia a Dios, ejerciendo así fe en él y arrepentimiento -o, dolor que es según Dios- por los cuales admitimos y confesamos que de nuestra parte merecemos su ira.

XIV. Aunque es cierto que aquellos que fueron verdaderamente injertados a Cristo habrán de ser "guardados por el poder de Dios mediante la fe, para alcanzar la salvación..." (1 Pedro 1:5), también es cierto que deberán "guardarse, no sea que, arrastrados por el error de los inicuos, caigan de su firmeza"
(2 Pedro 3:17).  Deberán, pues, buscar la constante ayuda de Dios. Es más, han de buscar de la mano de Dios -por medio de la oración, y el uso y estudio certero de su Palabra y sus ordenanzas- no sólo poder permanecer en la gracia sino, mas bien, crecer en ella (2 Pedro 3:18).  Y ésto, primeramente, porque Dios así lo requiere.  Segundo, porque Dios, quien los afirmará, lo hará así, a saber: dándoles la gracia por la cual obedecerán su mandamiento y bendiciéndoles por causa de su obediencia.

XV.  Así como entendemos que nuestra plena salvación nos es dada del Padre en Cristo Jesús y por su causa, también entendemos que el que el Padre haya dado a Jesucristo por y a nosotros, así salvándonos en él por causa suya, es ese acto y manifestación de su libre amor hacia nosotros, amor que estaba en él desde la eternidad (Juan 17:23; Efesios 1:4,5).

XVI.  Aunque un verdadero creyente, bautizado o no, goce de genuina salvación y será, sin duda alguna, salvo, todo creyente, deberá desear ser bautizado, en obediencia al mandato de Cristo, sometiéndose al bautismo según la regla de Cristo en su Palabra.   Donde este acto de fe es obedecido, allí Cristo hace de su ordenanza un medio de incomparable beneficio al alma que cree (Hechos 2:38, 22:16; Romanos 6:3,4; 1 Pedro 3:21).   El verdadero creyente entendido de que este mandato de Cristo pesa sobre él no será desobediente al mismo.

XVII.  Creyentes bautizados deberán estar de acuerdo en juntarse en una continuada profesión de su común doctrina evangélica y su obediencia a la misma así como en la comunión, el partimiento del pan y en las oraciones (Hechos 2:42).   Un conjunto de creyentes unidos en tal acuerdo son una iglesia, o congregación de Cristo (Hechos 2:47).

XVIII.  Así como la predicación del evangelio -tanto para la conversion de los pecadores como la edificación de quienes son convertidos- también el uso correcto del bautismo y la cena del Señor han de continuar hasta el fin del mundo (Mateo 28:19,20; 1 Corintios 11:26).

XIX.  Un discípulo que ha sido dotado y capacitado por el Espíritu de Cristo para predicar el evangelio e inquietado a esa labor por el mismo Espíritu, quien trae a su alma el mandato de la palabra de Cristo a fin de ejecutar dicha obra, es un hombre autorizado y enviado por Cristo a predicar el evangelio. Compare Lucas 19:12, Marcos 16:15 y Mateo 28:19 con Hechos 8:4, Filipenses 1:14, 15 y Juan 7.   Estos discípulos así dotados, que predican a Jesucristo quien vino en carne, han de ser vistos como hombres enviados y dados por el Señor (1 Juan 4:2; Romanos 10:15; Efesios 4:11-13).  Aquellos que son convertidos de su incredulidad y religión falsa, y traídos a la comunión de la iglesia por tales predicadores, según la voluntad de Cristo, son un sello aprobador de su ministerio (1 Corintios 9:2).

 
Tales predicadores del evangelio no sólo pueden administrar el bautismo -de manera legítima- a dichos convertidos y guiar a la iglesia en el uso de la Cena del Señor (Mateo 28:19; Hechos 8:5-12; 1 Corintios 10:16) sino también -en conformidad a su oficio como ancianos- llamar a las iglesias para aconsejarles en la selección de otros hombres idóneos para que ocupen tales oficios.  Pueden, también, reconocer a tales oficiales escogidos por una iglesia en el lugar u oficio -anciano o diácono- al cual han sido escogidos mediante la imposición de manos y la oración (Hechos 6:3-6; 14:23; Tito 1:5).

XX. Aunque el derecho de un creyente de participar de la cena del Señor fluye directamente de su conocimiento y fe de Cristo, también es cierto que como todas las cosas han de hacerse decentemente y en orden (1 Corintios 14:40) y, como la Palabra requiere que todo discípulo sea bautizado (Mateo 28:19; Hechos 2:38) y luego instruído a observar todas las cosas -es decir, todas las demás cosas requeridas- que Cristo ordenó a sus discípulos (Mateo 28:20),  dado el caso de que los apóstoles primero bautizaron a sus discípulos y luego les admitieron a la cena (Hechos 2:41,42), a nadie admitimos, por tanto, a la mesa del Señor quienes no sean discípulos bautizados de acuerdo a la Biblia ni participamos de esta ordenanza con los tales, evitando así tener parte con ellos en su desobediencia a lo ordenado.

XXI.  Aunque sabemos que en algunas cosas estamos aún a oscuras, y que lo que conocemos es sólo en parte -por lo que esperamos en Dios para luz adicional- creemos, también, que en nuestra vida diaria hemos de obedecer, servir y glorificar a Dios mediante el uso de aquella luz que él ya nos ha dado.   No debemos descuidar el buen uso de dicha luz bajo el pretexto de estar en espera de luz adicional (1 Corintios 13:9; Hechos 18:25).

XXII.  Ya que Cristo no nos enseña a -ni nos permite- vivir sin afecto natural o insociables (vea Romanos 1:31), el que seamos hechos partícipes de él no nos libra del deber de atender nuestra relación con los demás.  Siervos creyentes han de cumplir los deberes requeridos por sus amos, aun siendo éstos incrédulos
(1 Timoteo 6:1).   De igual manera, hijo(a)s creyentes han de cumplir sus deberes para con sus padres (Colosenses 3:20), esposas creyentes sus deberes hacia sus maridos (1 Pedro 3:1) y súbditos creyentes han de sujetarse a los principados y potestades, obedeciendo a los magistrados (Romanos 13:1; Tito 3:1; 1 Pedro 2:13,14,15).  Han de recordar que su temor a Dios no es fruto de preceptos humanos (Isaías 29:13), que deberán obedecer a Dios antes que a los hombres (Hechos 5:29) y que la sumisión ofrecida a los hombres ha de ser sólo por causa del Señor (1 Pedro 2:14).   Concluyo, pues, con las palabras del apóstol en 2 de Timoteo 2:7 -un tanto variadas, mas usadas certeramente: "Considerad lo que hemos enseñado, y el Señor les dé entendimiento en todas las cosas".

FIN DEL APENDICE A LA CONFESION DE FE DE 1646

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